Ser revolucionarios
Pasear por las callejuelas de la ciudad en estos tiempos en los que en rara ocasión tenemos un hueco en nuestra apretada e importante agenda se ha convertido, ciertamente, en un lujo. Quizá uno de los lujos más baratos y asequibles para el malagueño de a pie, más allá del acceso a la vivienda. En esas caminatas, en las que ya no debe existir el matutino paso acelerado para coger el bus a tiempo y llegar puntual al trabajo o soportar el estrés de la cotidianidad, es donde, con total probabilidad, reside el sentido de todo. El individualismo y la prisa han convertido el día a día en una carrera de obstáculos en la que ganar es llegar siempre antes que el resto. Lo que vamos perdiendo por el camino, además de calorías, es humanidad.
Cada pequeño gesto, lejos de ser rentable, beneficia a todos: a uno mismo y a la comunidad. Porque crea lazos, rompe la barrera del odio y nos recuerda que, a pesar de todo, somos iguales. La estrechez de las callejuelas nos obligará a ceder el paso en alguna que otra ocasión: saludar a quienes en algún momento conocimos; devolver la cartera a quien se le caiga; ofrecer indicaciones a un viandante desorientado; ayudar a una persona mayor a cruzar el paso de cebra; advertir al despistado del escalón que está a punto de hacerle tropezar; sentarnos en una terraza y dar las gracias al camarero que nos atiende tantas veces como venga a nuestra mesa; dejar los diez céntimos de propina que no nos van a sacar de pobres; llegar al bus y ceder el paso sin colocarnos detrás de la marquesina con la pretensión de colarnos; o darle los buenos días al chófer. Quizás eso sea lo verdaderamente importante. Porque en un mundo cada vez más egoísta, ser amable es el mayor acto revolucionario.